Comentario
Hemos querido dejar para el final al que fue el arte más original de todos, que en gran medida impulsó al resto hacia sus logros más destacados: la arquitectura.
A Filippo Brunelleschi (1377-1446) se debe la renovación de las normas que habrían de gobernar la arquitectura en los siglos posteriores. Formado en los círculos eruditos del Humanismo y en los avances de la ciencia (estaba muy relacionado, por ejemplo, con el célebre matemático Toscanelli) sus realizaciones, audaces y majestuosas, contribuirían a transformar la imagen de la ciudad de Florencia y, más aún, de la arquitectura occidental.
Su aparición pública se produce (sin olvidar el concurso de 1401 para las segundas puertas del Baptisterio de Florencia) en 1418, cuando resulta proclamado vencedor, de nuevo junto a Ghiberti, de otro concurso, el destinado a realizar la cúpula y la linterna de la Catedral de Santa María de las Flores. Había sido comenzada en el gótico tardío por Arnolfo di Cambio, pero éste y los siguientes maestros de obra se habían declarado impotentes para levantar una cúpula de dimensiones tan abrumadoras, con 51,70 m de diámetro. Imposible, desde luego, con la técnica medieval, de cimbras de madera, porque no existían de esa longitud y, de haber existido, cederían ante el peso de la zona central.
Apoyado en su revisión de la Antigüedad (recupera la disposición de los ladrillos en espina-pez, que ofrecen más resistencia al peso) y en sus conocimientos matemáticos, desarrolla una serie de inventos que le permiten salvar el gigantesco reto. Por todo ello, Brunelleschi es el autor intelectual de la cúpula, elevando así la categoría de un oficio que sería protagonista en los siglos posteriores. Convertida en objeto de apasionada polémica, la cúpula fue finalizada en 1436, si bien la linterna, también diseñada por él, sólo podría ser contemplada a partir de 1464.
De inmediato, la cúpula de la catedral se convirtió en símbolo de la ciudad y la sociedad nuevas. Su inmensa silueta dominaba el paisaje en varios kms a la redonda, y todos supieron que había nacido un nuevo estilo arquitectónico, inspirado en lo antiguo pero con la vista puesta en el futuro.
Más que ningún otro arquitecto, Brunelleschi fue construyendo la imagen de Florencia. Entre 1419 y 1427 levantó el Hospital de los Inocentes, la Capilla Pazzi en la Iglesia de Santa Croce y, sobre todo, los templos de San Lorenzo (1440-1445) y el Espíritu Santo. Todos estos edificios hablan un nuevo idioma, dominado por las leyes de la perspectiva, por la armonía de las proporciones e incluso por el empleo de unos materiales determinados: la piedra gris y el estuco blanco. También en planta esas realizaciones apuntan algunas de las tipologías del Renacimiento, como la planta de cruz latina o la planta centralizada.
El complemento ideal de esta intensa actividad práctica de Brunelleschi, quien no legó ningún texto escrito sobre su arte, fue L. B. Alberti (1404-1472), el gran formulador de una teoría arquitectónica. Su definición de la belleza aplicada a este arte resulta muy clarificadora de cuáles eran sus objetivos: "una armonía de todas las partes, en cualquiera que sea el objeto en que aparezca, ajustadas de tal manera y en proporción y conexión tales que nada pueda ser añadido, separado o modificado más que para empeorar".
Pronto tendría ocasión de llevar a la práctica sus ideas, recogidas en numerosos tratados, como vimos anteriormente. En 1450 el duque Segismundo Malatesta le encarga que remodele la Iglesia de San Francisco en Rímini, que debía ser destinada a panteón familiar.
Alberti propone entonces una recuperación del vocabulario clásico, y así la fachada se convierte en un grandioso arco de triunfo, mientras que en los laterales y el interior se multiplican las columnas y los arcos de medio punto. Es más, inicialmente el arquitecto planteó una enorme cúpula central, en clara comparación con el Panteón de Agripa en Roma, pero la muerte del duque en 1466 detuvo las obras y convirtió el proyecto en una extraña síntesis de ruina clásica pero moderna y templo gótico.
En paralelo trabaja en Florencia, con la concepción de una nueva fachada de la Iglesia de Santa Maria Novella (1456-1470), destinada a ocultar el templo gótico interior en una manifestación simbólica del triunfo del estilo renacentista sobre el del pasado inmediato. Alberti emplea casi en exclusiva la proporción y las matemáticas, utilizando el cuadrado como módulo que se repite por toda la superficie, estableciendo una clara división en dos cuerpos, unidos por sendas volutas. Todos los elementos que el arquitecto consideraba recuperables de la Antigüedad aparecen como decoración: las columnas, los arcos de medio punto, el frontón triangular. También la bicromía, con piezas blancas y grises, que entonces se pensaba que pertenecían a un pasado imperial europeo, el de Carlomagno por ejemplo.
Alberti desempeñó además un papel único en la difusión del nuevo arte por toda la península italiana, debido a sus prolongadas estancias en Roma o en Cortes como la de los Gonzaga en Mantua. En esta ciudad realiza otras dos iglesias de gran interés, San Sebastián y San Andrés; la primera consagra el modelo de planta central, en su caso cuadrada, y en la segunda su proyecto vuelve a insistir en el valor simbólico de elementos como el arco del triunfo. En ambos casos, los proyectos fueron ejecutados por Luca Fancelli (1430-1495) tras el fallecimiento de Alberti en 1472. Éste también fue el primero en anunciar el valor que tendría la arquitectura en sus diversas aplicaciones, por ejemplo en las viviendas privadas, como los palacios y las villas.
Para él, todo palacio cobra una gran relevancia en cuanto se convierte en una ciudad a escala reducida, que debe reunir todas las funciones, públicas y privadas. En su interior es el patio el factor básico, ya que regula al resto de las estancias y permite una notable aireación y luminosidad. Al exterior será la fachada la encargada de manifestar el poder de esa familia, fachada que, de manera progresiva, irá abandonando su aspecto de fortaleza medieval, de espaldas a la ciudad, y se integrará en el trazado urbano, sobre todo con la inclusión de bancos corridos de piedra y con la multiplicación de puertas y ventanas.
De inmediato, por toda Florencia surgieron palacios modernos que mantenían algunas características comunes: tres pisos de altura divididos según su función; almohadillado, esto es, el paramento labrado en pequeños bloques; una amplia cornisa; vanos y puertas dispuestos siguiendo un ritmo matemático; y, por último, pilastras, columnas y arcos de medio punto como elementos ornamentales.
El Palacio Pitti, proyectado en parte por Brunelleschi hacia 1440, es uno de los más tempranos, pero será sobre todo el Medici-Ricardi el que más influya en la ciudad. Realizado en 1444-1464 por Michelozzo (1396-1472), un devoto admirador de L. B. Alberti, se convierte en un modelo a repetir, con su delicado patio interior sostenido por arcos de medio punto y columnas clásicas; poco después se inicia el Palacio Rucellai (1450-1460), del propio Alberti, en el que destaca la fachada casi plana, sin un almohadillado en relieve; o el Palacio Strozzi, realizado a finales de siglo por Benedetto da Maiano. Ese modelo de palacio florentino no tardó en ser aceptado por toda Italia: algunos ejemplos a reseñar son el Palacio de los Diamantes de Ferrara, el Palacio Piccolomini de Pienza o, en Nápoles, el Palacio Como y el proyecto de Giuliano da Sangallo para el rey de Nápoles, Fernando de Aragón, en 1488.
Sólo Venecia logra aportar algunas alternativas a esta tipología, en gran parte debido a su situación geográfica, sobre una laguna, lo que restó valor al aspecto defensivo en aras de otros, vinculados al lujo y a la ostentación, como las loggias o galerías cubiertas desde donde contemplar el paisaje. El Palacio Corner-Spinelli o Ca' Vendramin son, quizás, los mejores ejemplos de un Renacimiento con señas de identidad propias.
Pese a sus diferencias, todos estos palacios estaban insertos necesariamente en pleno tejido urbano, de modo que las grandes familias no tardaron en reclamar una residencia alternativa que les ofreciera las ventajas de la vida en el campo, como la tranquilidad y el ocio. En parte asimilando el precedente de la Roma imperial, nace así la villa.
La más destacada de todo este periodo surge en época tardía, hacia 1480. Es la villa de Lorenzo el Magnífico en Poggio a Caiano, realizada por Giuliano da Sangallo en un alarde de proporción armoniosa sobre una planta de base cuadrada. Es un gran conjunto de jardines, patios, amplios salones y, en especial, loggias desde donde admirar la naturaleza y sentirse en armonía con el universo.
Algunos años antes conviene mencionar la Villa Careggi (1459-1490), obra de Michelozzo para la misma familia Médicis y que se convirtió en sede de las reuniones de filósofos, escritores y artistas defensores del neoplatonismo, como Cristoforo Landino o Marsilio Ficino.
En Roma se construye por esas fechas el Belvedere, para el Papa Inocencio VIII, barajándose la hipótesis de que su diseño se debiera al también escultor y pintor Pollaiuolo (seudónimo de Antonio Benci, 1431-1498).
Esa nueva preocupación por el espacio privado no tardará en ampliarse hacia consideraciones más globales, como la ciudad, que tuvo que ser pensada casi desde cero; se abandonan progresivamente las tipologías góticas -como se puede comprobar en los fondos que aparecen en los cuadros de este siglo- y, adoptando las leyes de la perspectiva, fue aplicándose al plano de la realidad y ya no sólo sobre el papel, como proyecto utópico.
Sin embargo, las ideas urbanísticas chocaron muy a menudo con obstáculos irresolubles, como la falta de recursos económicos o la obligación de conservar la ciudad histórica, medieval. Esto es lo que, en efecto, se produjo en Florencia, que se tuvo que conformar con realizar edificios emblemáticos del nuevo arte pero aislados unos de otros; en lugar de un plan urbanístico, una sucesión de edificios admirables.
Mientras tanto, los arquitectos y pintores italianos más audaces empezaron a soñar la imagen de la ciudad futura. Francesco di Giorgio Martini, Luciano Laurana o Piero della Francesca han legado vistas urbanas en las que dominan los edificios de planta circular, el repertorio formal clásico y la importancia de los espacios abiertos, de las plazas, como centro de reunión cívico de esas nuevas sociedades.
En su tratado sobre arquitectura, "De re aedificatoria" (1445-1452), Alberti propone también una serie de medidas a adoptar respecto a la ciudad, entre las que destaca la complementariedad entre forma y función, entre belleza y pragmatismo. Precisamente por eso es uno de los primeros teóricos que hablará de calles rectas y anchas para que, al tiempo que el peatón pueda contemplar la grandeza de la ciudad, se produzca una mayor higiene, con el paso libre de la luz y el aire.
Como proyectos en el papel, destaca Sforzinda, pensada por Filarete (seudónimo de Antonio Averlino, 1400-1469), quien bautiza esa ciudad en honor a su mecenas, el milanés Francesco Sforza. Su planta combina las formas geométricas perfectas, el círculo y el cuadrado, articulando en torno a una gran plaza toda una serie de calles radiales que conectarían el centro con la periferia. En ese plano también se apunta el modelo ideal de hospital, que será el preferido de los renacentistas: planta cuadrada, dividida a su vez en cuatro cuadrados menores, que permitían la distribución perfecta de los enfermos según sus dolencias y de los servicios necesarios para atenderles. En España, el Hospital de los Reyes Católicos (Santiago de Compostela) sigue ese mismo esquema.
El último gran tratado urbanístico del siglo XV es el de Francesco di Giorgio Martini, escrito en 1482 pero que sólo fue publicado cuatro siglos más tarde.
Entre los proyectos que sí llegaron a ejecutarse destacan los de las ciudades de Pienza, Ferrara y Urbino. En Pienza, llamada así en honor de su promotor, el Papa Pío II (Eneas Silvio Piccolomini, 1404-1464), se impone la agrupación de edificios en torno a la plaza, que reuniría también a los dos centros de poder, la iglesia y el palacio. Sabemos que Alberti asesoró esta reforma urbana, pero fue Bernardo Rossellino quien la llevaría a cabo a partir de 1462.
En Urbino, la Corte de Federico de Montefeltro se convirtió en uno de los centros culturales más brillantes de toda Europa y pronto apareció la necesidad de contar con un palacio y una ciudad a la altura de ese prestigio. Parece ser que también se contó con las recomendaciones de Alberti, siendo Luciano Laurana y Francesco di Giorgio Martini los encargados de levantar ese impresionante conjunto durante el tercer cuarto del siglo XV. En el palacio, al que acudieron pintores como Piero della Francesca o el español Pedro de Berruguete, domina la visión hacia el paisaje circundante y su integración en la plaza -construida para la ocasión- modificando de hecho la imagen del resto de la ciudad.
Los últimos años del Quattrocento observaron la repetición y difusión de los modelos que se habían ido configurando durante décadas (Brunelleschi y Alberti en la arquitectura, Donatello en la escultura y Masaccio en la pintura) en una primera fase por el resto de Italia, y más tarde, ya en el siglo XVI, por Europa.
Sobre fundamentos tan sólidos se fue preparando el camino hacia el Clasicismo. En efecto, en ese mundo refinado y culto de la Corte de Lorenzo de Médicis, el Magnífico, comienza su trayectoria un genio que va a llevar algunos de los paradigmas del siglo XV hasta su máximo nivel, Leonardo da Vinci.
Nacido en la localidad florentina de Vinci en 1452, en los años setenta ingresa en el taller de Verrocchio; a partir de entonces se convierte en el renovador de la pintura, tanto en el género de los retratos (Ginevra de´Benci) como en el de las escenas religiosas, como se observa en los cuadros inacabados de San Jerónimo y La adoración de los Magos. En 1482 llega a Milán, donde sigue indagando en el modo de representación artística más verosímil y poético posible. Las dos versiones de La Virgen de las rocas (1483) o La Última Cena, para el refectorio del Convento de Santa María de las Gracias (1495-1497), expresan ya su dominio del color, la luz y la atmósfera, que difuminan los perfiles y volúmenes de los elementos del cuadro, en un aspecto suave y casi borroso que será conocido como sfumato.
En 1499, con el derrocamiento de sus mecenas milaneses, los Sforza, Da Vinci inició un periplo por ciudades italianas que culminaría en Florencia, donde empezaba a despuntar un joven escultor y pintor llamado Miguel Ángel Buonarroti. Ambos darán vida a un nuevo Clasicismo, que pronto tendría sus primeras obras maestras, como el Retrato de Monna Lisa, "la Gioconda" (1503-1506), de Leonardo, o el David (1501-1504), de Miguel Ángel, que en la actualidad custodia con devoción la Academia de Florencia.